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Diario YA


 

la gallera

Guadalupe, tirios, troyanos

José Escandell. 6 de junio. A la una del mediodía, la Basílica está llena de gente y comienza la Misa. Es un día cualquiera y hay varios miles de personas. Celebran dos sacerdotes. El segundo parece un Jesucristo, con melenas y barbas. Es alto, delgado y se mueve con ademanes de predicador.

Hay personas de toda clase y edad. Niños, parejas de jóvenes, matrimonios maduros, grupos… En general, gente corriente y sencilla. Mucha algarabía al fondo, hacia las puertas.

Llegadas las lecturas de la Misa, el cura que parece un jesús lee ceremonioso y gesticulante un texto complicado, de esos en los cuales el Jesucristo real habla con su Padre. Luego viene la homilía. Cerca de mi hay varios jóvenes. Uno lleva en brazos una imagen del Sagrado Corazón de medio metro y le ha puesto varias cintas y collares; él mismo tiene al cuello decenas de escapularios. Otro lleva una imagen grande de la Virgen de Guadalupe todavía envuelta en celofán. Otro más allá lo mismo. Alrededor, personas humildes llegan de rodillas, ya muy cansadas. Llegada la hora de la comunión, el cura barbado y melenudo viene a dar la comunión con grandes gestos.

Acaba la Misa y el celebrante principal bendice todas las imágenes y objetos religiosos «verdaderamente católicos» que lleven los allí presentes. Luego propone homenajear a la Virgen, y el homenaje es un aplauso de todos.

Al fondo, a media altura en una Basílica que al principio parecía bonita y ahora resulta fría y fea, el visitante ve el cuadro en donde se contiene la tilma bendita. Puede acercarse luego, por abajo, para verla a cinco o seis metros en lo alto. Sí, ha habido en el cerrito de Guadalupe un portento. La tilma de Juan Diego no deja lugar a dudas. La Virgen Nuestra Señora ha decidido poner un pie junto a nosotros. Como en Fátima, como en Lourdes.

Hay una mezcla de elementos dispares. Junto al portento, al milagro permanente y palpable, prueba del amor y del poder infinitos, los hombres ponemos lo que tenemos. No hay rincón del mundo en el que se haya manifestado extraordinariamente el Dedo de Dios y no se le haya añadido enseguida la marca de lo humano. El hombre se extravía, se confunde, se deja llevar de sus cosas de tejas abajo, incluso cuando mira a la Virgen.

Quería yo que el lugar en el que se posa la Virgen fuera un lugar engastado de diamantes y rubíes, de luz y de perfección. Y viene la Virgen y nos pide reinar incluso sobre nuestros pecados.

El mundo progresista reacciona al modo del hermano mayor del hijo pródigo. Poco antes de encontrarme con la de Guadalupe, una lesbiana con la que conversaba yo, pedía con odio justicia por los delitos de pederastia. Pedía justicia como para echarla en cara de un Dios que se mezcla con todo lo humano, incluso que tiene mirada de afecto hacia las lesbianas. 

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