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Diario YA


 

¿Qué es España?

Carlos Gregorio Hernández. 5 de febrero.

Escribía Julián Marías en Ser español que el español se debe reconocer en cualquier forma española de cualquier tiempo. Pero claro, como explica el propio filósofo, no todo lo que ocurre en España responde a su ser. La clave está, por tanto, en definir cual es el ser de España. La definición no es baladí: según caractericemos España podemos llegar a plantear, por ejemplo, algo tan grave como que España ha dejado de ser.

Curiosamente los primeros que tuvieron conciencia de España no fueron sus habitantes sino los visitantes que llegados a través del Mediterráneo identificaron la Península Ibérica como una unidad geográfica en la que sus poblaciones compartían ciertos caracteres, aunque éstos no tenían la más mínima conciencia de unidad o sentido de la pertenencia.

Esa es la Iberia de los griegos que los romanos, sin plantearse el origen del término, también llamaron Hispania. La Iberia de los griegos es puro territorio. En esa línea Bosch Gimpera sostenía también que España era una obviedad geográfica. Podemos rastrear incluso en los siglos la obviedad y quedarnos con la literaria y estética “piel de toro” de Estrabón. Pero para un insular como el que suscribe, más próximo a África que a los tajantes Pirineos en su nacimiento, las “obviedades” geográficas no resultan tan evidentes.

Los romanos en esto nos llevaban ventaja y tenían claro que Roma no era sólo el Tíber o el Lacio. Roma era una unidad de significado más allá del territorio. ¿No era acaso España la minúscula Covadonga pretendida por el moro? Y es que, como escribía atinadamente Antonio Cánovas del Castillo en su discurso El concepto de nación, “ni la lengua, ni el territorio, ni el estar sometidos a un Príncipe bastan para determinar una nación” y España en esto ha sido un ejemplo perfecto.

40, 589, 711, 722, 1492, 1808, 1812, 1978… todas estas fechas, cada una de ellas con un significado que trasciende a la cronología, podrían marcar un origen, el ser de España. Algunas de ellas pueden coordinarse en un mismo discurso plenamente coherente pero es difícil acomodar completamente las dos últimas citadas con la historia de siglos de la nación. Ser español, es cierto, no es una condición estática sino que acontece históricamente, pero cada una de sus fases debe venir de lo anterior ―y así, de todas las anteriores― y proyectarse a la siguiente y esto empieza a debilitarse a partir de entonces.

Las primeras fechas nos dan la base del edificio, la caracterización genuina de España y su devenir autónomo tras la fundación romana. No estamos ya ante un simple artificio de foráneos. Es el carácter que viene dado por la Fe de Cristo que asume la población hispana. Tanto arraigó el cristianismo que los germanos conversos al arrianismo tuvieron que abandonar ese credo y tomar el de sus gobernados. Las siguientes fechas, los siglos medievales, nos ofrecen el matiz, un matiz grave, incluso decisivo. Es la España que carece de unidad política pero que subsiste más viva que nunca en varios reinos y que se define frente a Al Andalus. Esos ocho siglos no fueron sólo una conquista de tierras sino también una conquista de almas, tal y como ha demostrado la ciencia moderna. 1492 se abre con la toma de Granada, prosigue con la Gramática de Nebrija y culmina con un natalicio: el ideal de la Hispanidad. Pero para 1808 España, desbordada por sus enemigos, ya había comenzado a arriar velas. La élite, que otrora combatía en la vanguardia de los ejércitos ahora se muestra yerma, carente de la más mínima vitalidad. La rabia, el espíritu aparece en el pueblo tal y como lo reflejó Goya. Sus cuadros carecen de los protagonistas individuales que ofrecieron las centurias pasadas para enaltecer al nuevo héroe colectivo. Cádiz, donde España recibe la obra de la Revolución francesa, interrumpe el ciclo ordenado que, poco a poco, constitución a constitución, va terminando por hacer irreconocible no ya el ideal ni el matiz sino el propio carácter que definió el ser durante siglos.

Hace unos días el cardenal Antonio Cañizares, felizmente nombrado para altas responsabilidades en Roma, identificaba España con la religión católica. Esa toma de posición del ilustre cardenal atrajo sobre su persona la inquina y la proverbial intolerancia de los progresistas españoles, en la mejor línea del más cerrado ateísmo del siglo pasado. Existe la rara persuasión y la más rara y aun cómica pretensión de considerar a la religión católica como un mero episodio de España en su historia, uno más de los muchos que han estado vinculados a España, cuyo ser podría rastrearse antes y después de esa identificación con el catolicismo. Aquellos que sostienen esto tienen forzosamente que asirse a la geografía, a la lengua, a la cultura e incluso a la mixtura de todo lo citado, sin darse cuenta de que cada uno de estos elementos son anécdotas moldeadas por el hecho de que España sea católica. Sin ese presupuesto se resquebraja cualquier pretensión de comprender España.  

 

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