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Diario YA


 

UNA MEMORIA INTRAHISTÓRICA PERSONAL

MANUEL PARRA CELAYA.  Dice el pensador y poeta Aquilino Duque que frente a las falsificaciones de la historia, no hay mejor recurso que la intrahistoria; recordemos que lo que fue un genial neologismo de don Miguel de Unamuno hace referencia a esa historia menuda, personal, que cada ser humano atesora a partir de las vivencias, intrascendentes o grandiosas, que han ido conformando toda su existencia, y, por derivación, a la parte del pasado que no se considera de categoría suficiente para ser objeto de los historiadores, pero que constituye el vivir cotidiano de un pueblo.
    Por supuesto, estas vivencias no son generalizables; su carácter subjetivo provoca que cada uno cuente cómo le ha ido en la procesión, ofreciendo versiones paralelas con otras, entrecruzadas u opuestas, posiblemente todas ellas bastante fieles a la realidad, a no ser que la perspectiva del presente deforme de forma truculenta el pasado, cosa también posible.
    La idealización del ayer vivido es una de las tentaciones que debe rehuir aquel que se proponga narrar retrospectivamente con fidelidad; claro que aquello de decir la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad, que oímos en las películas americanas de trasfondo judicial, puede ser muy difícil, tanto por el imperativo de salvaguardar la intimidad como por la inevitable carga de nostalgia que suele acompañar a las evocaciones de la edad juvenil. Lo malo -o lo perverso- es cuando se deforma conscientemente la historia personal o colectiva con la finalidad de obtener alguna primacía bastarda sobre lo actual o lo futuro.
    Esto ha solido darse abundantemente en autobiografías de personalidades notables, refiriendo este concepto a los menos notables en realidad, pero que hoy en día son figuras o figurones públicos. Escritores que buscan su aura fuera del campo de las letras, intelectuales reconvertidos y, sobre todo, políticos, suelen ocultar aquellos hechos, publicaciones o ideas que ya no se corresponden con la imagen que se exige desde los cánones en vigor o con la tónica ideológica actual.
    Aclaremos que no es cuestión de un régimen político determinado, de una postura doctrinal concreta o de una época singular, sino que estas deformaciones intencionadas y malévolas pueden situarse como características intemporales de la fragilidad del ser humano. Aquella Italia fuera de combate, de Ismael Harráinz, halla su correspondencia -acaso sin el dramatismo de una guerra civil que superó en víctimas a la nuestra- en los años del tardofranquismo y de la transición; también podríamos remontarnos a la Roma posterior al asesinato de Julio César o a la Francia que presenció la huida de Bonaparte de su primer destierro en la isla de Elba, cuando los titulares de los periódicos parisienses iban cambiando sus apelativos (monstruo, dictador, estadista, emperador amado) conforme avanzaba Napoleón sobre la capital al frente de su vieja guardia de granaderos.
    Lo importante, en todo caso, es ser fiel al pasado, a la intrahistoria de cada uno, lo que no implica que se puedan reconocer errores, rectificaciones de enfoque, cambios en la manera de pensar, incluso arrepentimientos sinceros, pero lo que no es lícito moralmente en incurrir en la falsificación intencionada.
    Nuestra intrahistoria personal conforma, por elevación, esa intrahistoria nacional, que, dicho sea de paso, choca frontalmente con la falsificación sistemática a que es sometido nuestro pasado en la actualidad; forma parte de esa falsificación toda forma de invención, y no por cuestiones de estilo literario o de interpretación novelesca, sino con la finalidad de acatar las directrices de la ingeniería social y obtener de este modo cuantiosas subvenciones para lo que suele resultar, a fin de cuentas, un bodrio artístico.
    Predicaré con el ejemplo de abrir mi intrahistoria al público lector: me veo a mí mismo, niño, joven y adolescente, en esa llamada España en blanco y negro, que solo atribuyo a la falta de color en las dos cadenas de televisión; por el contrario, recuerdo una sociedad alegre y luminosa, con diversos colores y tonalidades, con sus problemas y carencias.
    Me veo preocupado por mis lecciones y deberes del día siguiente en el colegio y en el Instituto, triste por los suspensos y radiante por los sobresalientes; evoco los recreos divertidos y, cuando llegó el momento, las juergas propias de la edad, los suspiros ante el primer enamoramiento; los fines de semana o las vacaciones, generalmente con la mochila al hombro y la canción a flor de labio; las incipientes inquietudes por lo social y lo político, con algún disgustillo por no coincidir estas exactamente con la tónica oficial; la vida en familia normal, con inevitables discusiones con la autoridad paterna o materna, pero inmersa en todo caso en el cariño; el despertar a la curiosidad intelectual y cultural, los paisajes y paisanajes que me acompañaron…
    Y, especialmente, me veo caminando libremente por cualquier lugar de mi Barcelona, de día y de noche, sin temor a verme inmerso en una trifulca de bandas, a ser asaltado o despojado de mis pertenencias, a presenciar una pelea a cuchilladas o un ajuste de cuentas a tiro limpio o a ser invitado a consumir estupefacientes por los camellos callejeros.
    Nada que ver, crean que lo siento, con la imagen deformada que me ofrecen por doquier de aquellas épocas y en abierto contraste con la situación real que me facilitan a diario en los medios de una ciudad que se ha convertido -aseguran- en una de las más peligrosas de Europa.