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Diario YA


 

Comunicación de la Esperanza

La serena intransigencia

Rafael Nieto. Comunicación para el Congreso de Católicos y Vida Pública. Madrid, 22 de noviembre.

Realmente, los tiempos no acompañan mucho. El periodista católico no puede despreciar la indiscutible crudeza del mundo que nos ha tocado vivir. Negarla sería tanto como perder la atención de los públicos. Sin embargo, sí es el momento de hacer presente un mensaje rotundo de esperanza a través de los medios. La esperanza que muchos no encuentran porque no saben dónde buscarla; la esperanza que, para otros, se disfraza de “objetos” que después sólo causan una agria decepción en el alma.

Objetos. ¿Podemos escapar ya a este capitalismo liberal que todo lo ahoga? Nosotros, occidentales, que con tanta razón hemos condenado el socialismo, ¿tendremos ahora la suficiente serenidad para denunciar los excesos insufribles del liberalismo económico?

Para millones de seres humanos en el planeta, no es conocida otra manera de vivir que no sea la acumulación de objetos. Se es lo que se tiene, más que nunca. Y precisamente esa forma de ir por la vida es el origen de la frustración y la desesperanza. Es el peligro de convertir lo material en divino, la peor lacra de nuestro tiempo: dar la espalda a Nuestro Padre y pensar que la felicidad es amontonar cosas.

La labor del comunicador católico es, a la vez, comprometida y arriesgada. Comprometida, porque exige un compromiso de fidelidad a la conciencia propia que debe ser coherente con el irrenunciable principio de veracidad; arriesgada, porque el ambiente dominante no facilita la aceptación del mensaje, y puede llevarnos a una posición de marginalidad. De ahí la importancia de adecuar el contenido de nuestros textos y comentarios a un estilo capaz de hacerlos atractivos y creíbles.

Nada más alejado del propósito de transmitir un mensaje de esperanza que la renuncia deliberada a lo que Jesús de Nazaret nos dejó dicho. Ni las modas, ni un mal entendido “talante” progresista, ni una equivocada idea de la “tolerancia” justifican el alejamiento de lo que debe ser esencia y fundamento de nuestra labor diaria.

La esperanza empieza y termina en Dios, y la salvación pasa por seguir el camino que lleva hasta la Casa del Padre. Si no somos capaces de identificar con claridad esa idea básica con la transmisión de un mínimo optimismo respecto a nuestra vida en sociedad, habremos fracasado en nuestro empeño.

“La esperanza es virtud…”, decía Santo Tomás. Y vemos, no sin desazón, que hasta la misma virtud ha sido secuestrada por el nihilismo imperante. El ascenso de la mediocridad y la popularización de lo banal juegan un papel principal en la configuración actual de las sociedades modernas. Una consecuencia de ello es que se desprecia el mérito, se niega la “aristocracia del pensamiento”, en palabras de Rubén Darío, porque se persigue sin criterio un igualitarismo empobrecedor y ruin.

No con nuestro silencio. La excelencia del espíritu, que no es incompatible con las virtudes de la modestia y la humildad, pasa por ennoblecer el intelecto (regalo incomparable del Hacedor) para que, en sin par asociación, alma y mente estén atentas a la voz de Cristo. No podemos transigir con la democratización de la vulgaridad.

La Providencia, siempre generosa, ha puesto en nuestras manos las herramientas necesarias para que podamos conseguir el objetivo de mejorar este mundo apoyándonos en la idea de la esperanza. Las nuevas tecnologías de la información, especialmente aprovechadas gracias a la revolución de Internet, son un aliado importantísimo para la consecución de nuestros fines.

Sin embargo, la tarea no es sencilla por varias razones. La primera, porque el statu quo de la profesión, en estos momentos, refleja un periodismo excesivamente político, anclado en absurdos clichés altamente improductivos, hipotecado por compadreos que en nada benefician a los públicos. No es ese el camino.

La sociedad demanda, ante todo, un compromiso firme con la independencia por parte de los comunicadores. En segundo lugar, una toma de postura responsable en cada tema, desde la seriedad, desde el respeto a los principios que uno tiene, desde la libertad individual. En tercer lugar, huir del sectarismo, aborrecer la mediocridad, desechar los lugares comunes, sospechar de lo políticamente correcto.

El relativismo moral, quizá la peor enfermedad que sufre Occidente, ha propiciado una ciudadanía conformista que acepta (o aceptaba) esa dinámica necia que se conoce como “periodismo de declaraciones”. Dimes y diretes vanos, diálogos de besugo, mientras quedan sin abordar los grandes asuntos sobre la verdad del hombre: el origen de su angustia existencial, sus miedos, su pequeñez, su vulnerabilidad.

Es ahí donde el periodista católico debe diferenciarse. Abrazarse a la verdad de los hechos que ocurren a su alrededor sin olvidar nunca ese enfoque que debe caracterizar a quien no da un solo paso sin pensar en la esperanza. Debe ser consciente de la importancia que tendrá su análisis, su valoración, su interpretación y su opinión sobre lo que acontece. Y debe hacerlo con un mensaje sin estridencias artificiosas, con la fuerza que tiene el rigor en el trabajo y el atractivo que da siempre la independencia.

No nos empeñemos en disfrazar la realidad, en intentar convertir en noticia lo que no lo es, o esconder lo escabroso como si así lo hiciéramos desaparecer. No. La fidelidad a los hechos no impide una mirada serena y afable que induzca a la esperanza. La constatación de la fatalidad no implica resignación, sino todo lo contrario.

 

Pensemos, por ejemplo, en la insensibilización que ha producido en buena parte de los públicos la reiteración en la exposición brutal de la violencia en TV. Fenómenos como el terrorismo internacional, las interminables guerras africanas, algunos episodios de violencia organizada, etc. Asistimos al hecho atroz de considerar que estamos ante un mero “espectáculo” en el que los protagonistas no nos parecen congéneres (mucho menos hermanos), sino los actores principales y secundarios de una serie de ficción.

Esa presentación estudiadamente fría de la realidad, esa venta indolora de mercancía visual ausente de adjetivos y de expresividad, lo que ha conseguido es una creciente “pasividad” en el receptor, que no se siente aludido por ningún suceso, por inhumano y estremecedor que éste pueda ser. Se consume esa información, se digiere con toda normalidad (la normalidad de la rutina), y a otra cosa.

Los católicos debemos huir de esa despersonalización del hecho noticioso. Los seres humanos que mueren en la otra punta del planeta son nuestros hermanos, y no debemos ocultar ese matiz fundamental sin cuya consideración no estaremos siendo leales a nuestra condición. Porque esa visión de las cosas está en relación directísima con nuestro deseo de transmitir esperanza a través de los MCS.

¿Qué diremos a Nuestro Padre durante la oración, si no hemos ayudado con nuestra labor a mejorar el mundo que Él nos regaló?, ¿cómo podremos sentirnos continuadores de su siembra si no somos capaces de cumplir lo mínimo que Él puede esperar de nosotros como comunicadores sociales? Merece la pena intentarlo.

Hay una ingente tarea por delante. Por ejemplo, ¿seremos capaces de un ejercicio de sinceridad para reconocer que sólo la juventud (entendida, cómo no, de la manera más amplia posible) protagoniza todo aquello que se considera “de interés general”? Ya sabíamos de las bondades de la juventud, pero…¿es posible que sólo quienes no han alcanzado los 60 puedan acaparar de manera tan absoluta la atención?

El periodismo también debe ser una avanzadilla de los cambios sociales, de nuevas formas de afrontar la vida en común. Nuestros mayores han sido arrinconados por la sociedad de consumo y, en consecuencia, también marginados de los medios informativos. Quizá porque la distorsión cognitiva que es hija de nuestro tiempo lee como “derrota” lo que en realidad es otro signo de esperanza.

Sí, esperanza. Los ancianos (huyamos de eufemismos ñoños como “tercera edad”) guardan en su ser muchas de las respuestas a las preguntas que hoy se hacen los “triunfadores” del momento. En sus vivencias, en sus recuerdos, en su inequívoca aceptación de unos valores ahora descuartizados tenemos el reflejo de una certeza. Su recorrido por este mundo nos da la seguridad de que es posible el milagro de cada día, de cada sol…, de cada nueva oportunidad para salvarnos.

De nuevo, lo fácil es desistir. Pero si no movemos un dedo, sólo uno, nada empezará a cambiar. Atrevámonos a sustituir los modelos, seamos audaces si no temerarios. Entrevistemos a sexagenarios por el simple hecho de serlo, para poder preguntarles: “¿Y a usted, amigo, qué le parece la vida?” Escuchemos después, porque en muchas de sus palabras está la Verdad.

Esperanza también para tantos oprimidos…Para los que están fuera del sistema, para aquellos con quien nadie cuenta. ¿Vamos a seguir en silencio? Nos faltará fuerza para criticar a los políticos si nosotros no nos comportamos de manera distinta. Ellos, los desheredados, los pobres, los mendigos, los que por no tener no tienen ni voz, ellos también tienen derecho a participar de este mensaje global de esperanza entre los hombres. ¿Acaso no sería Jesús de Nazaret el primero en recordárnoslo?

Pero para eso es necesaria la sana convicción de cada uno de nosotros, la fe en nuestras posibilidades, la confianza en la mano firme de Cristo que jamás nos faltará. Es posible otra forma de hacer las cosas…, sólo es necesario convencerse de ello.

 

Pero, ¿esperanza para qué?, dirán los más escépticos, los agnósticos, los ateos. Esperanza para vivir con más sentido, para sentirnos verdaderamente humanos, para ser conscientes de la dignidad de la persona, de cada uno de nosotros. Hace falta la esperanza porque el mundo actual está apuntando hacia la muerte, no hacia la vida. Porque ya no hay brújulas ni camino, sólo un montón de opiniones.

Hemos de ser capaces de transmitir la idea de que cada hombre está en este mundo para cumplir una misión, que puede ser simple, quizá parezca insignificante, pero Dios ha querido que sea así por el Bien de todos, del mundo. Ahora que algunos se amparan en la ciencia (mala excusa) para esconder a Dios, ahora que parecemos números (y que lo somos) al servicio del consumo, ahora es el momento.

Dar la espalda a la Fe es empeñarse en la infelicidad, en la soledad. Fijémonos (es nuestro deber como observadores) en las caras de las personas que vemos por la calle, a primera hora de la mañana o a última de la tarde; son la viva imagen de la desesperanza. Para muchos hombres, para muchas mujeres el día consiste en una sucesión de horas muertas con anhelo de ocio. Y no hay más.

¿Qué es lo que ocurre?, ¿acaso no era ésta la sociedad de las oportunidades?, ¿no era posible progresar, crecer como personas, conseguir la independencia personal, alcanzar el éxito, la fama, el dinero, el poder?, ¿no era eso lo que queríamos?

No son pocos los que aún se engañan. La ruindad de la búsqueda del pequeño placer tapa, por un tiempo, las heridas que no dejan de sangrar, porque siguen abiertas. La gula, el sexo, la opulencia y la cercanía al poder son las golosinas del alma enferma. La austeridad, la humildad, la caridad, el recogimiento y el silencio, algunas de sus medicinas. También podemos sugerirlo a través de nuestros textos y opiniones.

 
 

Y de todo esto, ¿qué piensa el Demonio? Pues nada bueno, claro. Para el Mal, lo que interesa es lo contrario, un mensaje de desesperanza y caos, de oscuridad y muerte, de pecado y perdición. Es fácil encontrarlo en los medios de comunicación de la cultura dominante: continuas blasfemias, defensa del aborto y la eutanasia, justificación de toda suerte de aberraciones morales…No merece la pena ser buenos, porque después de la muerte no hay nada, y aquí los que triunfan son los amigos del averno.

Cabe una rebeldía pacífica. Sin subir el tono, porque no hace falta. Pero con la verdad por delante. Debemos plantar cara al Mal cuando lo identifiquemos, porque el silencio siempre es cómplice de la injusticia y del sufrimiento humano. Y después, con nuestra proverbial serenidad de ánimo, enumerar las bondades de Dios y dibujar el camino de la salvación. Suficiente para espantar a la serpiente.

No hay tertulia donde no abra la boca un indocumentado para criticar a la Iglesia, porque la figura del “comecuras” sigue haciendo gracia y, encima, es rentable. Algunos programas de radio y televisión, y cierto periódico, viven del escarnio de los religiosos, de la mofa continua a todo lo que signifique una mirada a la Eternidad. No sólo se ha extendido la lacra infame del ateísmo, sino que han conseguido imponerla a través del control totalitario de la cultura democrática y de los medios informativos.

Sí, por supuesto, la lucha es desigual, pero los cristianos casi siempre fuimos pocos y combativos. No debemos olvidar nunca que seguir al de Nazaret significa seguir a la Cruz, y que el camino es angosto y lleno de dificultades. Y sin embargo, ¡qué certeza en la victoria, qué alegría por el triunfo que ha de llegar, qué satisfacción al saber que el Padre nos agradece cada esfuerzo para ganarnos el cielo!

 
 

La pelea es grande, pero firme la determinación de muchos que estamos por la labor. Aunque los tiempos no acompañen, aunque el paisaje mediático no sea un hábitat deseable, aunque vayamos contra el signo de los tiempos, no hemos de fallar en el empeño de transmitir nuestro mensaje de esperanza a través de los medios de comunicación social.

La verdad no es patrimonio de las mayorías. Y los católicos, a quienes Dios ha hecho partícipes de la verdad revelada, debemos ser conscientes de ese privilegio y de la enorme responsabilidad que lleva aparejada. Nuestra condición, además, de periodistas nos pone ante la evidencia de que somos los que con más facilidad podemos hacer llegar la Palabra a la mayoría de las personas.

El hombre de hoy necesita esperanza, implora en silencio una esperanza. Es fácil adivinarlo en muchas miradas anónimas, relativamente simple al analizar la actualidad de cada día en la que casi nunca falta el crimen atroz, la violencia extrema, la sinrazón, la rebeldía perjudicial para el Bien Común, la exposición de ideas que atentan abiertamente contra la dignidad humana.

Ser consciente de la propia responsabilidad, y estar dispuesto a asumirla con serena intransigencia, tiene poco que ver con el engreimiento o la soberbia. Los periodistas católicos no somos más que nadie, pero tampoco menos. Y allí donde no deje de sonar la voz atronadora del agnosticismo o el ateísmo, allí con más fuerza hemos de hacer valer la nuestra de esperanza: “Dios vino a salvarnos”.

Que este Décimo Congreso Católicos y Vida Pública nos ponga de acuerdo en lo esencial, que sea una nueva semilla que haga germinar la esperanza en este atribulado mundo, que no nos falte nunca la brújula infalible de nuestro Padre. Y si al final fallamos, que nos quede al menos la gratísima seguridad de que hicimos lo que había que hacer. Aquello para lo que fuimos llamados un día. 

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