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Diario YA


 

Según la Iglesia católica, la profanación se reviste de especial gravedad cuando se lleva a cabo de manera organizada y en grupo

La batalla de Cuelganuros: la última victoria sobre sus enemigos de Francisco Franco Bahamonde

Laureano Benítez Grande-Caballero

En esta era de posdemocracia globalista ―o sea, de dictacracia―, las masas aborregadas, totalmente descristianizadas y ferozmente adoctrinadas en el relativismo, tienden a pensar que nada es pecado, que la única verdad es la que se dictamina desde las cúpulas de la casta política, hasta el punto de que si un Tribunal sentencia que es legal exhumar un cadáver en contra del deseo de su familia, robándolo de un espacio consagrado, mediante un decreto que es un monumento a la inconstitucionalidad, eso no es delito. Y, si no es delito, por supuesto que tampoco será pecado… ¡Pecado! ¡Qué horror!: el pecado es una imposición fascista que nos quiere impedir hacer lo que nos da la gana, para satisfacer nuestros intereses y muestras necesidades, la única verdad que existe.
La posverdad himalayesca de pura mentira tiene como arma letal el lenguaje ―como ya preconizó Orwell―, inventando nuevas palabras, dando un significado distinto a las existentes, o simplemente sustituyendo unas por otras, para camuflar eufemísticamente los delitos de la casta globalista. Y así, siguiendo esta técnica, llaman exhumación a lo que es una nauseabunda profanación, la cual es un delito, y además un pecado gravísimo.
Profanar en su significado estricto significa faltar al respeto a algo o alguien, y su grado pecaminoso depende de la importancia del objeto sobre el que se produce, cuya dignidad se quiere dañar: si éste es un Jefe de Estado, paladín de la Iglesia católica, Caballero de la Suprema Orden de Cristo, su gravedad raya en la infinitud.
Desde este punto de vista, se puede profanar el buen nombre de una persona muerta, su memoria y hasta el recuerdo de sus acciones con mentiras inventadas sobre ésta y su tiempo de vida. Es decir, todos los ataques a Franco que se hacen desde la perspectiva de manchar malévolamente su imagen con mentiras son auténticas profanaciones.
Es un hecho recurrente que uno de los motivos preponderantes para desenterrar un cadáver es la venganza contra el difunto, o contra su familia, y  por ello suele ser ejecutado por bandas criminales hostiles a los allegados al difunto, con el que quieren cobrarse una antigua ofensa. En no pocas ocasiones, la profanación se hace además con fines rituales, para emplear los restos cadavéricos en magias negras.
Según la Iglesia católica, la profanación se reviste de especial gravedad cuando se lleva a cabo de manera organizada y en grupo, ya que muestra mayor perversión y alevosía que cuando se ejecuta individualmente. Como vemos, la banda de malhechores que quiere ejecutar la profanación tiene todos los agravantes del mundo en su contra.
Si a todo este horrendo panorama se le añade que esa banda profanadora quiere utilizar el cadáver de Franco para fines políticos y electoralistas, se han ganado una buena excomunión, aunque nadie vaya a ejecutarla, entre otras razones porque son una panda de ateos anticatólicos.
Exhumar a Franco es una profanación, un pecado de lesa majestad, porque los cadáveres pertenecen a la familia ―desde el Hombre de Neanderthal hasta ahora―, por lo cual desenterrarlos sin su permiso es una profanación en los ordenamientos legales de todo el mundo.
Y bien, si la pretendida exhumación es una profanación y, por tanto, un pecado grave, ¿cuál es la manera más probable de que se castigue?
Diga lo que diga Bergoglio, el infierno existe, y los demonios haberlos haylos. Según todas las religiones, son esos malos espíritus los que impelen al hombre a hacer el mal, haciéndoles caer en el lodazal pestilente de las innumerables tentaciones con el que nos asaltan para llevarnos a las llameantes calderas del Tártaro.
Es así como se cometen los pecados, porque, a pesar de las inicuas posmodernidades del relativismo actual, pecados haberlos haylos. Da igual que los más altos tribunales del Planeta dictaminen que actos execrables y horrendos son legales, porque por encima de ellos están los tribunales celestiales, que jamás se doblegarán a legitimar como bueno lo que es intrínsecamente malo, como decente lo que es indecente, como ético lo que es absolutamente inmoral, como virtuoso lo que es infernalmente pecaminoso.
No, señores profanadores, por mucho que entre ustedes se feliciten ante la profanación de Franco, por muchas alharacas que echen sobre el sacrilegio, por mucha batahola mediática que aplauda y botafumeire la inicua profanación de la tumba de Franco, ésta es un pecado de lesa majestad, y lo saben, pues son plenamente conscientes de que violar una tumba es un hecho totalmente infame, que repugna tanto al sentido común como a la Ley Natural. ¿Dormirán ustedes tranquilos, cuando la tímida lucecita que ―todavía― tienen en su conciencia les machaque recordándoles a cada minuto que están ustedes cometiendo un delito nauseabundo, porque saben de sobra que nadie tiene derecho a perturbar el descanso de los muertos?
Y lo saben, saben de la depravación de su decisión profanadora, así que no tendrán ustedes el atenuante de aquella multitud vociferante llena de odio que se burlaba de Cristo en el Gólgota, porque aquellos malvados no sabían lo que hacían, pero ustedes sí, lo cual no es óbice para que desistan de sus propósitos criminales.
La pregunta brota por sí sola, de manera automática: ¿A cambio de qué están ustedes traicionando su conciencia, además del Derecho, la Constitución, los Derechos Humanos, los códigos legislativos europeos, y todos los ordenamientos legales sobre el protocolo funerario? ¿Qué presea esperan ganar con la horrenda profanación, que, con tal de ganarla, se arriesgan a acabar en algún círculo infernal, como castigo por su tremendo delito, por su horroroso pecado?
Es muy posible que ustedes no crean en el más allá, ni celestial ni infernal. Hay mucha gente que comparte su opinión, que afirma con total seguridad que no hay nada más allá de esta vida. Partiendo de esta creencia, ésta les da patente de corso para hacer el mal, para cometer sus fechorías, porque están seguras de que éstas no recibirán castigo en ninguna vida de ultratumba.
Sin embargo, profanadores, hay otra pregunta que surge por sí sola: ¿Están ustedes absolutamente seguros de que no hay vida más allá de la muerte, de que no existe el infierno? ¿Están seguros al cien por cien? Con que solamente tuvieran un mínimo porcentaje de duda, más les valdría andarse con cuidado, porque lo que se están ustedes jugando es muchísimo más importante que una poltrona, un cargo, una recompensa, una palmadita en la espalda…: es la vida eterna. Yo, en la duda, me abstendría de perpetrar delitos, de cometer pecados, y mucho más si son de la enorme gravedad de la profanación de una tumba. Y si en su horizonte está la destrucción de la Basílica y la voladura de la Cruz más grande del mundo, pues el riesgo que corren los profanadores es máximo.
Realmente, es de admirar la sangre fría que tienen ustedes, los asaltatumbas, porque nadie en su sano juicio puede estar seguro al cien por cien de que no existe el infierno, ni de que existe, así que, por si las moscas, yo les recomiendo que anden con cuidado, porque, como católico, no le deseo mal a nadie, y mucho menos si ese mal tiene algo que ver con el más allá.
Muchos videntes han descrito crudamente el infierno. El 13 de julio de 1917, durante su tercera aparición en Fátima, la Virgen mostró a los tres pastorcitos Lucía, Francisco y Jacinta una visión del infierno que muestra las trágicas consecuencias que trae la falta de arrepentimiento y lo que espera en el mundo invisible a quienes no se convierten.
Otra visión célebre es la que tuvo santa Faustina Kowalska, durante un retiro de ocho días que hizo en octubre de 1936: «Fui llevada por un Ángel al abismo del infierno. Es un sitio de gran tormento. ¡Cuán terriblemente grande y extenso es! Las clases de torturas que vi: La primera es la privación de Dios; la segunda es el perpetuo remordimiento de conciencia; la tercera es que la condición de uno nunca cambiará; la cuarta es el fuego que penetra en el alma sin destruirla ―un sufrimiento terrible, ya que es puramente fuego espiritual―, prendido por la ira de Dios», describió la santa.
Asimismo, señaló que la quinta tortura es una oscuridad continua con un terrible olor sofocante y que a pesar de la oscuridad, las almas de los condenados se ven entre ellas.
«La sexta es la compañía constante de Satanás; la séptima es una angustia horrible, odio a Dios, palabras indecentes y blasfemia. Estos son los tormentos que sufren los condenados, pero no es el fin de los sufrimientos. Existen tormentos especiales destinados para almas en particular. Estos son los tormentos de los sentidos. Cada alma pasa por sufrimientos terribles e indescriptibles, relacionado con el tipo de pecado que ha cometido».
Aunque más imaginativo y literario, otro infierno famoso es el que Dante describe en su Divina Comedia. En esta obra,  describe en el canto vigésimo cuarto la séptima fosa del octavo círculo, donde se castiga a los ladrones. El genial poeta florentino ve allí una escena espeluznante, presidida por un frenético movimiento de multitud de serpientes, entre las que corren «gentes desnudas y aterradas», con las manos atadas a la espalda, que intentan huir sin ninguna esperanza de los reptiles, los cuales, enroscados a su espalda, les clavan la cola y la cabeza sobre los riñones.
Dante no explica qué delito de latrocinio habían cometido estos infelices, pero no es difícil suponer que el tormento será directamente proporcional a la importancia de los objetos robados. Según esta premisa, ¿qué castigo habría ideado Dante para quienes roban cadáveres?
En el primer giro del círculo VII Dante había descrito el castigo a los ladrones ordinarios, que son torturados en la sangre hirviente del Flegetone ―canto XII―; ¿Qué habían robado entonces estos ladrones que se describen en el canto vigésimo cuarto? Según explica el poeta, se trata de los ladrones que no emplearon la violencia, pero estafaron a los otros con el engaño y la astucia, la peor forma de latrocinio en el infierno dantesco. En definitiva, estamos ante los ladrones de la verdad, los que luego introducirá George Orwell en su fatídico Ministerio de la Verdad.
Pero yo recomendaría a los profanadores que se anden con cuidado, porque la malhadada profanación puede tener un efecto boomerang de tal calibre, que el tiro les puede salir por la culata.
Es sencillo de explicar, porque, si después de la batalla del Ebro los republicanos empezaron a poner pies en polvorosa pasando a Francia ―medio millón, más o menos―, mientras que los jerarcas corruptos se largaron a disfrutar del oro robado a México, Argentina, y otros países, Franco podrá perder la Batalla de Cuelgamuros, pero sus hipotéticos vencedores no tendrán ningún país en el que disfrutar su aparente triunfo, ya que, mientras que el Caudillo ―como Caballero de Cristo― goza de la bienaventuranza celestial, sus enemigos muy posiblemente ―a no ser que se arrepientan y devuelvan el cadáver de Franco a Cuelgamuros― irán a parar a alguna fosa de algún Círculo de esos, de cuyo nombre no quiero ni acordarme, destino que no le deseo a nadie, y tampoco a ustedes.
Y ésta será la última victoria del Generalísimo, por siempre invicto. Aunque solamente sea por no caer en esta trampa, que puede convertir una derrota franquista en victoria definitiva, aunque solamente sea por no darle una victoria más al Caudillo, absténganse de la profanación. Aún están a tiempo.
 

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