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Diario YA


 

España: el país que se quiso matar

El acceso de Podemos al segundo puesto en la intención de voto muestra una preocupante tendencia autodestructiva en nuestro país

Laureano Benítez Grande-Caballero Según la última encuesta del CIS, «La familia Monster» de los Podemitas ha sobrepasado ya al PSOE en intención de voto. O sea, que ni siquiera la investigación que el UDEF está realizando al Coletudo y a su gang sirven para que la mafia morada se vaya al garete, ni sus innumerables muestras de chabacanería, antipatriotismo y totalitarismo.

Ante esta espeluznante noticia, enseguida me acordé de mi paisano Bécquer: «Cuando me lo contaron sentí el frío/ de una hoja de acero en mis entrañas». Y, cómo no, fue la chispa que me trajo a la memoria otra película, concretamente «El hombre que se quiso matar», basada en una novela del genial escritor gallego Wenceslao Fernández Flórez. Aunque habría que hablar de películas, ya que la novela tuvo dos versiones cinematográficas, ambas dirigidas por Rafael Gil: en 1942, con Antonio Casal; y en 1970, con Tony Leblanc.

En ella se cuenta la historia de Federico, un hombre apocado y bastante gris, quien, tras perder su trabajo y a su novia, decide suicidarse. Sin embargo, todos sus intentos ―empezando por tirarse desde el mismísimo acueducto de Segovia ―resultan fallidos, por lo cual, aconsejado por un caradura de nombre Argüelles, decide hacer pública su situación, cosechando gran audiencia con sus críticas explosivas a la vida anodina de sus conciudadanos. Después de ejercer como profesor de historia durante muchos años, he llegado a la conclusión de que la historia de España se puede resumir con el argumento de la novela y película de Fernández Flórez, adaptando ligeramente su título, que diría algo así como «El país que se quiso matar».

Desde luego, no es una conclusión revolucionaria, pues a todos los españoles nos resulta conocido el cainismo que nos caracteriza como país, pero ya he dicho en alguna ocasión que no somos dos países, que no existen dos Españas, sino una sola de personalidad bipolar, que tiene alma de samurai con tentaciones de «harakiri» cada vez que le ponen una espada ―la de Damocles, por supuesto― en la mano, con pulsiones autodestructivas cada vez que pasa por algún viaducto o por un Despeñaperros cualquiera, con una maligna atracción por la ruleta rusa cada vez que interroga a las hamletianas calaveras del «seronoser».

No me digan que no es una muestra de bipolaridad que un país valeroso y gallardo, «conunpar», conquistador de medio mundo, esforzado hasta la temeridad, que ha causado admiración por sus hazañas bélicas, evangelizadoras y aventureras, haya estado siempre mirando de reojo los cuchillos, y asomándose deprimido al diabólico vértigo de inhóspitas barrancas. Ya don Rodrigo sufrió el temible «poltergeist» que le llevó a suicidar a España, entregándose a batallas internas que ayudaron a la morisma a cruzar el Estrecho. Más tarde llegaron las medievales peleas pandilleras entre los distintos reinos cristianos, que no dudaban en aliarse con la chusma mora con tal de fastidiar al vecino. Si entonces no nos suicidamos, fue porque la morisma se nos adelantó con sus Taifas. Así, hasta llegar al guerracivilismo de carlismos y rojeríos, con el que tampoco conseguimos nuestro objetivo de asesinarnos de una vez. Por el camino, sin embargo, fuimos capaces de crear la epopeya numantina y las gestas antinapoleónicas para defender nuestra Patria.

Que «La familia Monster» sea ya la segunda fuerza política es la prueba irrefutable de que estamos oyendo de nuevo voces esquizofrénicas que nos dicen que nos ahorquemos en los mohosos sótanos de cualquier patio okupa, que nos quememos tibetanamente a lo bonzo en mitad de un espectáculo infantil de títeres… o incluso que asaltemos los cielos de las huríes, despedazados por autoinmolaciones cuasi yihadistas. Una buena imagen gráfica de este fenómeno sería la de aquel anuncio de cafés de mis tiempos juveniles en el que un grano ―emperifollado con sombrero y bastón, pero sin corbata― decía a los demás: «¡Vamos, chicus, al tostaderu!» ―con ese acento, igual se trataba de un guaje asturiano―.

Los podemitas no son granos de café, pero sí son bastante parecidos a fastidiosos granos en el culo. Y eso del «tostaderu» no me digan que no se parece a las calderas infernales del Botero ese, de donde ha salido la banda de los monstruosos radikales que nos invitan a irnos con ellos a su Zugarramurdi en llamas. En fin, que cada cual se suicida como puede. Y, si nos falta valor para arrojarnos desde los viaductos, siempre nos será más fácil congregarnos con la manada y, bien juntitos, suicidarnos democráticamente eligiendo a nuestro barquero coletudo para que nos lleve al otro lado del río Aqueronte. Eso sí, pagándole un buen óbolo por su inestimable servicio, aunque él diga que el dinero no le interesa porque es «gente». ¿Por qué hay un grupo cada vez mayor de compatriotas que votan a un partido cuya intención es destrozar las tradiciones, costumbres y valores que componen nuestro patrimonio identitario, que incluso lleva en su programa el derecho de autodeterminación? ¿Por qué hay tantos españoles que se arrojan ciegamente al «despeñaderu» al que nos llevan los zarrapastrosos mayorales del puñoenalto?

Descontando a los idealistas ―que haberlos haylos todavía― que creen aún en las Arcadias felices, en las Jaujas irredentas, a mí me da por pensar que estos patricidas son gentes generalmente amargadas, infelices, insatisfechas con su vida, que achacan la culpa de sus fracasos y frustraciones al Estado, al Gobierno, al Sistema…a la Patria, en suma, a la que hacen responsables de que ellos no hayan triunfado, de que haya gente que tenga y sea más que ellos, y por esta razón quieren destruir todo lo que ellos ni tienen ni podrán tener. No es casualidad que los españoles sean un pueblo enormemente reacio a reconocer la culpa de sus propios problemas, y de aquí que la palabra dimisión no exista en nuestro vocabulario.

Si a eso le añadimos que la envidia es nuestro pecado capital por excelencia, no es de extrañar esa rabia patricida camuflada de antisistema que lleva a estos españoles a votar para que el cielo que la jauría radikal pretende alcanzar caiga sobre nuestras cabezas, como un meteorito justiciero. Pero podemos estar tranquilos, ya que hoy disponemos de medios mucho más modernos para nuestro patricidio, aunque sutilmente camuflados por unos medios de comunicación que han lobotomizado apoteósicamente a la generación de la LOGSE.

Los hay para todos los gustos, e incluso podemos elegir una combinación de ellos, siempre dirigidos por los expertos patricidas radikales que nos llevarán a nuestro Armageddon, largamente soñado. ¿No les vamos votamos acaso justamente para eso, para que de una vez por todas nos descabellen, nos apliquen la misericordiosa eutanasia que venimos buscando desde los tiempos del australopitecus? Los podemitas son sabios expertos en suicidios asistidos, pues no en vano hicieron carrera con sus asesorías patricidas, y tienen en su currículum la destrucción de un país como Venezuela.

Por ejemplo, pueden desguazar España en plurinacionalidades de Taifas, como si se tratara de un mecano; también pueden quitar aduanas y fronteras para permitir una descontrolada invasión de inmigrantes que destruya multiculturalmente nuestra identidad; o aplicar programas de emergencia social tan carísimos, que nos llevarán a la ruina en menos que canta un gallo, para salir de la cual los plutócratas nos aplicarán la solución griega de los «syrizos», apropiándose de infraestructuras y servicios sociales… De aquí al tostaderu del «adiosEspañacruel» no hay más que una delgada línea. Con todo, la manera más subliminal de inducirnos al suicidio es el ataque sistemático, organizado, cruel, filonazi, a las tradiciones, costumbres y valores que han formado parte de nuestra idiosincrasia y de nuestro patrimonio nacional.

Por poner algún ejemplo, si atacan a los taurinos, no es por presumir de una defensa progrefranciscana de los animales, sino porque es una tradición española; si amenazan al catolicismo es por su ateísmo cimarrón, claro, pero también porque saben que es el sanctasanctórum de nuestra Patria. Guiados por estos «doctores muerte» becados en los horrores del Mengele ¿conseguiremos, por fin, un suicidio patriótico? El inepto Federico de la novela de Fernández Flórez no consiguió su objetivo, pero para España eso no es problema, pues estamos contratando,voto a voto, a un verdugo competente. Pero eso del verdugo ya es otra película, que será contada en su momento. Hasta entonces, RIP. Ya lo dijo Gandhi: «El cobarde muere muchas veces antes de morir».

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